5.4.10

Andar por los aires





Andar por los aires

Fernando Elizondo Garza


Argentina, literata, teatrista, traductora, violista, catedrática, dramaturga, investigadora, periodista, promotora cultural, y lo que no sepa o se me olvide de Coral, a quien prefiero describir como: mujer, inteligente, productiva, sincera, crítica, adorable, y paro de adjetivos para no parecer exagerado y se pierda la credibilidad.

En Andar por los aires Coral Aguirre hace un homenaje al arte y en particular un agradecimiento literario a quienes le han dado sentido a su vida con sus obras, a ratos como fuente de placer, en otros como disparador de emociones y sobre todo de entendimiento, del complejo y demandante mundo que a todos nos toca vivir.

Las historias de este conjunto de cuentos, que entretejen lo cotidiano con lo sublime del arte, en forma muy eficaz, le permiten a la autora exorcizar sus pesadillas de vigilia, sus obsesiones, sus espacios interiores, al tiempo que hace un homenaje a sus referentes, a sus héroes artísticos.

Coral nos abre sus páginas y nos invita a disfrutar con ella ese mundo de sensaciones y evocaciones que sólo el arte puede ofrecernos y que nos restituye la razón de coexistir en este mundo tan lejano a nuestros sueños y deseos.


Paralelas

Veo el cartel Refrescos y Tortas. Veo la escuela Educación para la libertad. Veo el camino un nido de curvas sin desenlace. La ausencia acompaña el aula del jardín de niños, la ruta y los senderos que se abren en todas direcciones vacíos de gente y de sentido. Adivino que hubo rojos y amarillos en este paisaje pero hoy llueve. Tomo entre mis manos el calendario de la memoria y retrocedo uno, dos, siete, a caso diez años. Veo la escuela primorosa con sus ramos infantiles, veo las mesas florecientes, veo el camino donde van y vienen los comedidos, los grupos por idioma, los jeeps americanos, y los pueblos sonrientes con los niños cargados a sus costados. Un pueblo cuece su destino. Los colores organizan una fiesta de sol y destellos.

En cambio el presente diluye las imágenes y presupone un cambio de cuya novedad nadie nos previno. Vuelvo a ver el despojo, el silencio y la falta. Una canción se amortigua en el pasado. Unas voces de recién llegados ya se están yendo. Veo un retén, un arma apenas perfilada, un uniforme camuflado. Desde los umbrales entrevistos antes me suenan otros pasos y otros pases: “Altos” con sabor a risa y “No se puede avanzar”, con la prepotencia del patrón sino más bien con la suavidad de la gente de la tierra. Mapuche ñi mapuché, la tierra de la gente es de la gente de la tierra. Venida a este fin del mundo se yergue la otra voz. Allá, en aquella tierra antigua, alguien debe haber entrevisto la soledad de estos senderos como hoy yo percibo la de aquéllos. ¿Los sures serán siempre el lugar donde Cristo no llega? Qué importa si la cordillera o la selva. Chiapas o Neuquén.

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No me gusta la sinrazón del verso y las palabras sagradas. No me gustan los amaneramientos y la charlatanería. Ni me gustan las acrobacias del verbo y la sintaxis. Lo que me gusta es el sonido.

Coral Aguirre


Merecer a Coral o la escritura de la ambrosía

Óscar David López


En la mitología griega, la ambrosía significaba el alimento de los dioses, mismo que confería la inmortalidad. Hablar hoy en día sobre algo que posea dicho cualidad es casi imposible si lo hacemos desde el plano de la realidad. Sin embargo, algunos hemos encontrado (lo que el resto llama error o fractura) un punto de convergencia y de translación de nuestros deseos. El arte es la válvula ideal para la trans-existencia. Uno pude seguir viviendo a través del texto de otro: seguir de extensión, de supervivencia, de prolongación, de postergar la mortalidad.

Coral Aguirre, nacionalizada mexicana desde hace pocos años, sabe muy bien que una de las formas de procurar viandas de inmortalidad es la literatura. Y lo confirma con su entrega: Andar por los aires (Ediciones Intempestivas, 2007), una colección de seis cuentos y un epílogo a manera de cuarta de forros donde encontramos personajes que tienen en su cercanía un cruce con las artes: un escritor de poca monta finalizando lo que considera su obra maestra, un abogado apasionado de la música de Schubert, una pintora enamorada de un cineasta, una mujer que muchos años después de poseer una copia del Guernica de Picasso por fin logra apreciarlo como obra de arte.

De este modo, cada uno de los cuentos de Andar por los aires demuestra que estamos encontrándonos con una autora fuerte, cabal, nutrida de la experiencia con lo sensible, nada fugaz en el tratamiento de sus temas, pues recordemos que lo que un artista aborda está conectado con su espíritu. La propia Coral Aguirre lo dijo durante su presentación: “si no hubiera sido escritora o teatrista, hubiera sido una santa”.

Para acercarnos más a fondo es necesario deambular por algunos de los textos. En “El código de Turín, el vuelo de los pájaros”, Aguirre toma dos personajes opuestos para hablarnos de las relaciones de pareja, la locura y la ceguera interpersonal. En éste, un escritor está sentado frente a su cuaderno de trabajo la tarde en que supone podría poner punto final a una novela sobre la vida de Leonardo y su relación con el mecanismo de vuelo de las aves. Sin embargo, para su sorpresa aparece Nota, su concubina, con una supuesta intención suicida. El narrador nos habla sobre el desamor y su imposibilidad acentuando el hartazgo de la relación: “Al espiarla atisbo una línea de sombra de apenas veinte centímetros de ancho por uno setenta de largo desembocando en una suerte de globo con pelos. Es ella a contraluz.”

En apenas unas cuantas páginas, Aguirre logra convocar una dicotomía de especial carácter narrativo y cinematográfico, con el plus del humor. Confiando en sus conocimientos teatrales, la autora no duda en vaciarlos en un texto sobre la locura que no es otra cosa que pasión desbordada. Ya hacia el final del texto, la personaje que sólo aparece como objeto del narrador voyeurista se convierte en un motor infalible para concebir una historia del vaivén amoroso: uno de los dos siempre es el que ama más, uno siempre es el que está arriba en el celo del juego amatorio y, por eso, Aguirre se arriesga escribiendo una deliciosa prosa con humor sobre dos que apenas se miran.

En “El niño del viento”, la autora vuelve a tomar una historia de desamor, pues ya sabemos: ninguna historia de amor es buena sin eso que la haga infeliz, irrealizable, congestionada, la deshaga. El personaje principal es una pintora obsesionada con cineasta que sólo piensa en una pieza fílmica dedicada a su nana. Y la pintora, sin ser explicita, comienza pintar esa sombra que se atraviesa siempre que pretende estar con el amado: la nana. En sus palabras: “Una de mis pasiones es la pintura, quizás por eso habíamos coincidido en el principio. Pinto como hablo, todo lo que puedo, todo lo que sé.” Y cuando la duda la ataca: “¿Acaso el amor no es siempre una reflexión? Y entonces tendría tiempo para pensarlo hasta reventar de amor por él pero ya fuera, ya lejos, en otro mundo, y yo en el mío.”

Entonces en la postergación interminable, la personaje se decide, busca al amado por todos los medios, con la intención de un exorcismo, una forma de capturar ese viento que envuelve al personaje amado, ese “que no tiene afectos, que sus quereres son como la vida misma o las hojas al viento o las olas del mar, ir y venir, flujo y reflujo y luego el olvido.” Así, este texto, quizá por mi hambre de ambrosía, sea el que más me ha tocado. Al final, no sólo de su lectura sino de los días, uno se encuentra con claves sólo mediante las artes. Y así, como los personajes de Coral Aguirre, uno logra salvarse, volverse inmortal por unos segundos: encontrarse con uno mismo: con un deseo o una pena.

Andar por los aires sólo viene a constatar que la pluma de Coral Aguirre depara una lectura profunda y llena matices. Por eso su relación con la ambrosía, con lo eterno, con lo divino. Su prosa es efectiva pero no efectista ni de muletillas contemporáneas. Coral Aguirre se arriesga no sólo por apostar sino por ser ella misma quien ofrezca el triunfo de una literatura cultivada, vivaz y prudente en esta Monterrey de foros y palenques. Por su parte, Ediciones Intempestivas, comandada por Héctor Alvarado e ilustrada por Livier Fernández Topete, son la muestra eficiente, pulida y arrebatadora de que ya era tiempo de que alguien pensara en los lectores fieles de la ciudad. Como bien dice Héctor Alvarado “de la distribución en masa que se encarguen otras editoriales”, Ediciones Intempestivas busca llegar a aquellos que necesitan obras frescas y recientes. Ir contra la marea no es un ejercicio desperdiciado: al contrario, así es como nacen los proyectos que marcan la historia de un territorio, de una familia. Ediciones Intempestivas no es un nado trasatlántico (aunque lo es de algún modo: pues va del autor a un seguro lector) sino uno sincronizado, derivado del gusto por los libros raros y por autores de la misma naturaleza.

EDICIONES INTEMPESTIVAS

va al encuentro de quienes caminan con la mirada puesta en el otro lado, no hay sol ni viento arenoso que los distraiga porque allá lejos está la fresca promesa y en el trayecto se alimentan de las señales que guardan en la comisura del ojo: el cuadro de la infancia, la desnudez que se acaricia siempre, una palabra por la que darían la vida.

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